En El cerebro de mi hermano la escena que no se podía mover era la inicial. Sabía Rafael que el informe triste debía comenzar con “un hermano caminando por los pasillos de neurología confirmando que su hermano mayor se apagó”. Otra escena, alrededor de la que gira, junto con la inicial inicio, la serie de relatos breves que conforman el libro, es cuando el hermano mayor siente no haberlo apoyado cuando el menor estuvo enfermo, a lo que este responde: “Sí, sé que así fue, pero eso ya pasó.”
La idea de un montaje narrativo parece acertada, es un libro con elementos de crónica, con la estructura y componentes de un relato y al mismo contiene datos autorreferenciales. El narrador, o sea, Rafael Pérez Gay, hace el papel también de memorialista, como lo hizo José Vasconcelos en el Ulises criollo, obra que, según Pérez Gay, puede ser leída también como un montaje narrativo.
El escritor recuerda que después del 6 de mayo del 2013, fecha en la que falleció José María Pérez Gay, la cual parece estar muy grabada en su corazón (hace una pausa de unos segundos después de mencionarla y su mirada se pierde), se dispuso a escribir El cerebro de mi hermano sabiendo que debía tener algunas características: “Yo tenía un personaje, mi hermano, que estaba enfermo y quería llevarlo a veces hacia su juventud, a veces hacia su enfermedad, enfermedad escrita por su hermano menor, que soy yo”. Esta es una línea del montaje que el escritor se dispuso a desmontar.
Una “zona importante del libro” que sigue el montaje es el del entusiasmo por la Ciudad de México por los dos hermanos. Dicho entusiasmo es, indudablemente, un legado de su padre, lo deja claro en Nos acompañan los muertos, donde nos invita a caminar con ellos por la vieja avenida de San Juan de Letrán, de la Condesa y del Centro Histórico. La ciudad de México es “muy importante, y no sólo en los libros, en la vida misma” de Pérez Gay. La ciudad es un tema recurrente en los relatos y crónicas de Rafael Pérez Gay, la ciudad y su cotidianeidad.
“Somos las ciudades que hemos perdido” se puede leer en las primera páginas de Nos acompañan los muertos. Efectivamente su autor encontró una pasión por la ciudad y sus historias, su pasado: “Me perturba que enfrente de nosotros donde ahora hay unas pizzas, hace veinte o treinta años yo haya pasado por allí y allí hubiera una tlapalería.
Me llama la atención y digo ¿Existe eso todavía? ¿Somos las ciudades que hemos perdido? ¿Quién es el fantasma? ¿Nosotros que estamos aquí ahora o el pasado que sigue latiendo allí enfrente? Probablemente los fantasmas somos nosotros y no lo sabemos.”
pasiones es ir a la hemeroteca, es posible saberlo si se lee Nos acompañan los muertos, para él es como una máquina del tiempo, es ser Dios, “puedo moverlo todo, cambiarlo todo, guardarlo en un cajón o irlo moviendo. Yo no quiero que los padres aparezcan jóvenes en una línea, primero viejos y luego jóvenes y después los cambio”, dice para ejemplificar lo que significa ser Dios. “Cuando yo recuperé la historia de mi abuelo, Herminio Pérez Abreu, que fue presidente municipal de la Ciudad de México y fundador del Parque España, sabía lo que le iba a pasar hasta el final de sus días.”
Considera Rafael que las historias de familia resultan de interés general, gracias a estos pasajes es posible adentrarnos más en la vida de los dos hermanos, y permitirnos, por ejemplo, tener una idea de la razón por la cual decidió irse Pepe, como solían llamarlo sus amigos, a estudiar a Alemania en su juventud.
El elemento fundamental por el cual está regida su última novela es la visión del hermano menor y su sentimiento al ver “como su hermano desparece, porque está desapareciendo su cerebro”. Nuevamente la voz de Rafael cambia cuando hace mención de la triste enfermedad que abatió a su hermano mayor. “Yo sabía que tenía que contrapuntear los momentos más difíciles y más tristes con un poco de humor”